Hay regiones en el mundo cuyas historias han quedado congeladas e inalterables, hasta nuestros tiempos. Son historias de guerras internas y fratricidas; son historias de miserias humanas y plagas globales; son historias de idolatrías y de marginaciones de género; son historias de conflictos raciales insuperables; son historias de explotación del hombre por el hombre y de engaño; son historias de rivalidades territoriales limítrofes; son historias de odios religiosos y de desprecio por el prójimo; son historias de codicias, de maldad, de delitos, de corrupción y de liviandades morales.
Entre estas historias congeladas en el tiempo, está la guerra que historiadores y analistas han denominado “el conflicto árabe-israelí”. Conflicto que tuvo su origen en el nacimiento del nuevo Estado de Israel, el 14 de Mayo de 1948, bajo los auspicios de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Un día después de este reconocimiento oficial al nuevo Estado de Israel como nación, cinco estados árabes le hicieron la guerra, rechazando este acuerdo. Desde entonces, este “conflicto árabe-israelí”, se mantiene tensamente en la existencia de un pueblo contra la existencia del otro pueblo. Una guerra eterna de vecindad, de orígenes y espacios geográficos en común; a razón de la distribución y ordenamiento de la tierra de Palestina, que la ONU repartió tanto para los judíos como para los palestinos o árabes.
El origen de ambos pueblos en la historia bíblica, empieza con el llamado que Dios hace al patriarca Abraham, con la promesa divina que de su descendencia “Dios haría una nación de muchedumbres de gentes” (Génesis 15:5,6); y además, Dios le prometió a Abraham un territorio extenso y bueno, que heredaría su descendencia, (Génesis 12:5-7). Solo que cuando Abraham recibe esta promesa de Dios, él era un hombre avanzado en edad y su esposa Sara era estéril. Sara en su ansiedad humana, por darle un hijo a Abraham, le propone que tome a su esclava Agar para que tenga un hijo con ella, que según el derecho de aquellos tiempos, el hijo que tendría Abraham con Agar, le pertenecería a Sara. Así nace Ismael, el primer hijo varón de Abraham; y siendo Ismael un adolescente, Dios cumple su promesa y Sara da a luz a Isaac, el segundo hijo de Abraham. El conflicto en el clan familiar de Abraham se torna insoportable, por la rivalidad entre las madres Sara y Agar, y entre los hijos de Abraham, Ismael e Isaac; conflicto que se soluciona con la separación del clan familiar de Agar y su hijo Ismael. Pero, como Dios atiende el gemir de los que sufren injusticias; declaró a Agar que Ismael sería el padre de muchedumbres de gentes; y con exactitud profética anunció que “…delante de todos sus hermanos habitará” (Génesis: 16:12/21:18).
Así que árabes y judíos tienen en Abraham a un padre en común; en la línea genealógica de Isaac está el pueblo judío, y en la otra línea genealógica de Ismael están los estados árabes. (Génesis 25:7-10).
Israel es el pueblo escogido por Dios, para mostrar en ellos su justicia, revelándoles la Ley de Dios escrita en tablas de piedra y destinándoles a Jesús el Mesías; pero, por su rechazo y por su complot a muerte de este Mesías, Jesús de Nazaret, Dios los destituyó como pueblo suyo, “llamando Dios ahora, pueblo mío, a otros pueblos del mundo no judío” (Romanos 9:25)
Desde entonces, la historia del pueblo judío es una historia desafortunada y sangrienta.
La ciudad de Jerusalén y el templo, fueron destruidos en el año 70 d.C., por los romanos, bajo el mando del general y después emperador Tito; y en el año 132 d.C., por una sublevación de los judíos contra los romanos, Jerusalén fue destruida completamente y a los judíos se les prohibió pisar nuevamente a esta gran ciudad religiosa y emblema de la nación judía. Iniciándose una diáspora de los judíos por todo el mundo, que se extendería por más de diez y ocho siglos.
La tierra de la Palestina bíblica, considerada tierra de Israel, desde la expulsión de los judíos de su propia tierra, dio inicio al desarrollo de su compleja historia: bajo dominio extranjero por los romanos, dominio bizantino, dominio árabe, el periodo aberrante de las cruzadas, dominio de los mamelucos de Egipto, dominio de los Turcos otomanos y al final bajo el mandato británico, por la resolución de la ONU, recibiendo la comisión de “facilitar un Hogar Nacional Judío en Palestina”.
Israel históricamente por derecho de origen y elección divina, considera que la tierra de la actual Palestina, es su suelo patrio; y los árabes palestinenses consideran su derecho sobre el mismo territorio, por historia y asentamiento o posesión de sus poblaciones en estas tierras.
Sobre esta tierra de Palestina en especial y en todo su entorno de otros países del próximo oriente, que se cohesionan por la religión creada por Mahoma, diferente a la religión judeo-cristiana; confluyen por los siglos de los siglos, un enfrentamiento de poderes superiores que están más allá de la comprensión humana. Poderes superiores que encuentran su puerta de entrada en las decisiones humanas políticas y gubernamentales, que evitan o generan masacres humanas masivas y cruentas guerras.
Toda guerra es una errónea decisión humana; pues, la premisa es que una determinante acción bélica, tipo la “bomba atómica que destruyó Hiroshima”, decidirá la batalla final. Y sabemos por la experiencia humana sufrida de las dos grandes guerras mundiales del siglo pasado, que los grandes perdedores son las multitudes de muertos de todos los lados colaterales. Y sabemos también, que en todo conflicto armado en esta región del planeta, los grandes ganadores son los señores de la guerra, industriales de armas que promueven guerras internas, proveyendo de letales armamentos a los extremistas y belicosos ansiosos de venganzas; para estos señores de la guerra, les resulta un negocio redondo todo conflicto bélico. A este señor de la guerra le importa muy poco los masacrados sean militares, civiles, revoltosos, niños o inocentes; le importa muy poco dejar en default a la economìa de todo un país, con tal de ganar él solo los intereses de la especulación.
Según la profecía bíblica apocalíptica, habrá una hora, día, mes y año, en que se armará un ejército de 200 millones de personas, para desatar la última guerra mundial, que exterminará a la tercera parte de la población del planeta, en el marco de la Gran Tribulación; (Apocalipsis 9:13-21). Pero, gracias a Dios, que en el paralelo supra-humano, son cuatro ángeles que están controlados para evitar dicha guerra; pero, en el paralelo humano, son cuatro naciones o potencias que están evitando despedazarnos y tirar por la borda, toda esta avanzada civilización actual de conocimiento.
Vivimos al borde de esta amenaza de la última guerra mundial; y lo que pasa en esta región del mundo, en el “conflicto árabe-israelí”, nos atañe a todos. Por eso tenemos que levantar la voz de todas partes, y afirmar: ¡No queremos guerras!
Y desde esta página de opinión cristiana, reafirmamos: ¡Cuidado con el Armagedón!
¡Lee la Biblia!
(CAS)/ Una reflexión sobre el conocimiento bíblico y profético